No permanecí mucho tiempo en el consulado de Buenos Aires. Al comenzar
1934 fui trasladado con el mismo cargo a Barcelona. Don Tulio Maqueira era mi jefe, es decir, cónsul
general de Chile en España. Fue, por cierto, el más cumplido funcionario del servicio consular chileno que
he conocido. Un hombre muy severo, con fama de huraño, que conmigo fue extraordinariamente
bondadoso, comprensivo y cordial.
Descubrió rápidamente don Tulio Maqueira que yo restaba y multiplicaba con grandes tropiezos, y
que no sabía dividir (nunca he podido aprenderlo). Entonces me dijo:
—Pablo, usted debe vivir en Madrid. Allá está la poesía. Aquí en Barcelona están esas terribles
multiplicaciones y divisiones que no lo quieren a usted. Yo me basto para eso.
Al llegar a Madrid, convertido de la noche a la mañana y por arte de birlibirloque en cónsul chileno en
la capital de España, conocí a todos los amigos de García Lorca y de Alberti. Eran muchos. A los pocos
días yo era uno más entre los poetas españoles. Naturalmente que españoles y americanos somos
diferentes. Diferencia que se lleva siempre con orgullo o con error por unos o por otros.
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